El padre Gonzalo fué el sacerdote de la
Ia.Brigada Aérea – El Palomar- mientras yo me desempeñé como Jefe de la misma.
Estuvo hasta su muerte bajo la tutoría de mi esposa, desde el momento que
ingresó como jubilado al hogar de sacerdotes en Flores.
Nació en Saint-Maximin-la-Sainte-Baume, ciudad francesa situada en el
departamento de Var en la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, el 22 de mayo de
1928. Cursó estudios primarios en Luján (Prov. Bs As), y secundarios en
Escobar. Continuó en el seminario de la Congregación Vicentina donde se ordenó
en 1951. Licenciado en Psicología por la UCA, en 1973, fue destinado al
Paraguay durante 3 años. Regresó a la Argentina y, en 1976, el Vicario
Castrense lo convocó para ejercer su ministerio en la Fuerza Aérea Argentina
donde ingresó como Capellán Auxiliar y, destinado a la VIIª Brigada Aérea
(Morón).
En 1982, iniciado el conflicto de Malvinas, el 24 de abril viajó a las Islas.
Tras dar apoyo espiritual en los lugares más comprometidos en los que actuaron
hombres de la FAA y recibir lesiones personales en un derrumbe originado por el
fuego enemigo, compartió el cautiverio como prisionero de guerra, hasta el 14
de julio de 1982. Luego del conflicto siguió su trayectoria en el Barrio
Aeronáutico El Palomar. Pasó al Barrio N°1, cercano al aeropuerto de Ezeiza,
para atender a la Región Aérea Centro y al Instituto Geriátrico Nuestra Sra de
Loreto. Se retiró en el 2002 y, jubilado, vivió en el hogar de sacerdotes, en
Flores, donde falleció el 28 de abril de 2012.
Su actuación en Malvinas, fue destacada por el Comodoro Héctor L. Destri, jefe
de la Base Aérea Militar Malvinas. En el concepto que elevó al Vicario
Castrense José M. Medina, el 07-sep-1982, se lee: “Durante el período previo al
inicio de hostilidades, desempeñó una activa labor, colaborando con esta
jefatura a mantener la moral alta del personal a su mando, realizando permanente
asistencia espiritual a los soldados en las posiciones de combate, sin
claudicaciones ante las inclemencias meteorológicas (lloviznas, temperaturas
bajo cero y fuertes vientos). El primer ataque a la Base, en la madrugada del
1° de mayo, lo sorprendió en uno de los hangares que fue destruido. Ileso por
milagro a lo largo de ese día interminable multiplicó su acción pastoral con
una excepcional entereza. Confortó a los heridos y brindó la extrema unción a
los más graves y rezó responso sobre los restos de los camaradas fallecidos. En
todos los momentos críticos vividos durante los 44 días de combate, concurrió a
la Base pese al constante hostigamiento que se soportaba por parte de
bombardeos aéreos y cañones navales, demostrando un valor a toda prueba y una
real vocación de servicio”.
Sin embargo, fue después de la capitulación cuando se agigantó la figura de
capellán y de pastor de almas, según la misión que le dictaba el Orden Sagrado
instaurado por Jesús. Prefirió el espinoso camino del cautiverio, antes que
regresar al continente, aún después de recibir una herida en la frente. Al
verlo sangrar, en tres oportunidades sus superiores jerárquicos le ofrecieron
interceder ante los captores para que regresara al continente con el resto de
las tropas que estaban embarcando. Mientras lo curaban, en las tres veces dio
la misma respuesta: quería seguir la suerte de los demás. “Dios sabe porque me
puso en esta encrucijada y creo que aún me queda una misión pendiente en
Malvinas”, agregaba con una sonrisa bondadosa.
A partir de ese momento, fue el único sacerdote que acompañó a los casi 600
argentinos que fueron prisioneros de guerra en San Carlos y en el buque St.
Edmund. Con sus 54 años a cuesta, padeció las mismas privaciones, incomodidades
y angustias. Su acción apostólica le ganó la admiración y el respeto de los
británicos, a tal punto que fue llamado a colaborar en la recuperación y
posterior exhumación de los despojos mortales que recogían. Con esa fortaleza
de espíritu siguió cumpliendo su labor pastoral: asistencia espiritual, Santa
Misa, rezo del Rosario en las tardes, responso en las tumbas de soldados
argentinos y británicos en las colinas de San Carlos.
El padre Pacheco merece el agradecimiento imperecedero de quienes fuimos
reconfortados por su palabra y ejemplo santificador.
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