viernes, 20 de abril de 2012

Historia de un casco que volvió de Malvinas - By Eduardo Linares Dahl

                                      



“La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre”. Leopoldo Marechal, Heptamerón, poema Descubrimiento de la Patria, año 1966.

2 de Febrero del 2006, 06.10 hs., aeropuerto de Santiago de Chile. Allí comenzaba el viaje que había soñado toda mi vida, después de varios trámites burocráticos finalmente la Embajada de Gran Bretaña aprobó mi visa para viajar a Malvinas. Yo no tenía motivo aparente para realizar ese viaje, según las autoridades británicas, pero tampoco había motivo justificable para negarme la visa. Pero eso no fue todo, no conformes con ponerme mil trabas para darme la visa, luego me tocaría pasar por la discriminación más descarada que habría podido imaginar en mi vida.

LAN CHILE, la única compañía aérea por la cual se puede llegar a Malvinas, me cobraba 4 veces más el valor del pasaje, sólo por el hecho de ser argentina. Era más que evidente que todo se complotaba para que desistiera de la idea de viajar, pero no lo iba a hacer de ninguna manera; yo tenía que viajar sí o sí. Así que pagué lo que me pidieron y no tuvieron más que darme mis pasajes. Esa noche dormí en el aeropuerto de Santiago hasta que se hiciera la hora de abordar el avión. Una vez a bordo y ya pasadas un par de horas, aterrizamos en Río Gallegos. Paradójicamente Argentina tiene el puente aéreo prohibido hacia las Islas, pero los Boeing de LAN no tienen un tanque de combustible lo suficientemente grande como para abastecer a la nave en todo el trayecto, por lo que obligatoriamente paran en Río Gallegos a cargar lo que les falta para poder seguir hacia Puerto Argentino, o Puerto Stanley, como actualmente lo llaman, aunque todos sepamos que su nombre siempre va a ser Puerto Argentino.

Cuando estábamos en Gallegos, la azafata se me acercó y me preguntó si era la pasajera argentina; le contesté afirmativamente, presintiendo que tal vez me pusieran alguna traba más para llegar al lugar, pero no, la asistente sólo se limitó a informarme que, por cuestiones de seguridad, la Embajada de Gran Bretaña dictaminó que no podría hospedarme en una hostería común sino que estaría bajo custodia británica y que la misma me estaría esperando en la zona de arribos del aeropuerto. Tal como me lo habían notificado, había dos oficiales aguardando mi arribo, el Tte. de Paracaidistas Justin Libstone, oriundo de Berkshire (Inglaterra) y recién llegado a su puesto desde Afganistán, y el Tte. de los Royal Marines Mark Boghart. De inmediato cargaron mi equipaje en una van verde que utilizan en sus unidades y me llevaron al que sería mi gran hotel spa 5 estrellas… La base de los Royal Marines en Moody Brook, nada más y nada menos que la emblemática base que tomáramos aquel 2 de abril de 1982… Las coincidencias empezaban a aparecer asombrosamente en mi historia.

EL PLAN DE VIAJE

Mi principal motivo para estar allí era rendir homenaje a mi gente, aquella gente que nunca conocí y que tampoco me conoció ni supo de mi existencia y con la cual nada nos unía a simple vista, pero sí nos hermanaban los colores de una misma bandera, el amor a una misma patria, la esperanza por un ideal, el dolor de una derrota y la paz del deber cumplido sin importar los resultados. Yo quería recorrer todos y cada uno de esos lugares donde los hombres de mi patria, tal como lo hicieran durante la gesta libertadora, combatieron con alma y vida por su tierra y por sus derechos, tal como en aquel entonces, en total desigualdad de condiciones, contra un enemigo mayor en número, en experiencia, en adiestramiento, en tecnología y en armamento.

Y ahí estuvieron ellos, con lo poquito que tuvieran, con lo poco o mucho que supieran, dando todo de sí por todos los que en ese momento estábamos de este lado del continente, la mayoría indiferentes a la causa, y por todos aquellos que estuvieran por venir, para que les sirviera de ejemplo, para que el pueblo aprendiera a valorar su patria sin importar si se ganaba o se perdía, lo importante de ese ejemplo era que, aun sabiendo que se peleaba contra un gigante, Argentina se ponía de pie para defender lo que le correspondía, pero claro, hoy eso no se tiene en cuenta, es preferible hablar de Malvinas como una masacre, el genocidio final de la terrorífica dictadura militar, esa historia contada a medias y sobrepasada de mentiras que todo un pueblo prefiere creer.

El primer día de mi viaje sería destinado a recorrer los montes Kent, Dos Hermanas, Tableton, Longdon y Tumbledown. Sin lugar a dudas, los lugares más ensangrentados por la gesta. En el monte Longdon yo debía cumplir una promesa que había hecho a los veteranos de guerra de mi ciudad, iba a llevar un par de rosarios a la cruz que estaba en la cima, pero en las mismas condiciones en las que hubieran estado ellos en el ‘82. Después de una larga discusión con los oficiales británicos por no querer ponerme el equipo de Gore-tex provisto, finalmente pude empezar a subir.

Eran12 Km, cuesta arriba; el viento superaba los 80 Km p/h; la temperatura, -2°C, y lloviznaba. La ropa mojada y el viento helado eran insoportables, era un dolor inimaginable. Llegó un momento en que ya no podía moverme, tenía entumecido el cuerpo y ya no sentía las extremidades, pero aun así llegué a la cima y cumplí con lo prometido. Al bajar no puede hacer más que unos cuantos metros; la hipotermia me superó y la fiebre había llegado a los 40°C; empecé a sentirme mareada y por ultimo me desmayé, por lo que el oficial Libstone tuvo que cargarme hasta la van para posteriormente trasladarme a la base. Una vez allí me hospitalizaron ahí mismo y me pusieron vaya Dios a saber qué fármaco mágico en ese suero, pero lo cierto es que a la hora estaba como nueva.

Al otro día, salimos hacia los campos minados de Fitz Roy; sólo hay algunas zonas señalizadas, pero la mayoría no lo está, por lo que es una zona extremadamente peligrosa. Después de haber estado allí, seguimos nuestro viaje hacia Goose Green. De más está decir que todo el lugar parece una escena en pausa a la cual sólo le falta la gente, nada en la islas se movió de su lugar, todo quedó intacto y si se movió, sólo lo hizo el viento. Las imágenes son desgarradoras: cañones, esquirlas, hasta cartas y estampitas; todo esta ahí como en un sueño latente. Pasando Goose Green, nos encontramos con el camino que nos llevaba directo al cementerio de Darwin, a pocos metros, un cartel blanco indica ARGENTINE CEMETERY. No puedo expresar con palabras la tristeza que causa el sólo ver ese cartel.

Cuando llegamos al cementerio, me encontré con la desagradable sorpresa de que un contingente de turistas chilenos estaba allí, sacándose fotos en las tumbas, como si fueran un personaje de Disney; se me revolvió el estómago de sólo verlos; inmediatamente le pedí a Libstone que por favor los hiciera retirarse del lugar cuando yo estuviera allí. El marine, como siempre, se opuso, alegando que sólo eran turistas y que tenían tanto derecho como yo de estar allí, a lo que me limité a contestar: “¡Esto no es un shopping! ¡Esos son MIS muertos!”

Listone interrumpió la discusión entre el marine y yo y aceptó mi pedido, procediendo a retirar al contingente del lugar, quienes se quedaron detrás del cerco observando todo. Volví a la van, busqué mi mochila y de allí saqué una bolsa llena de pins idénticos al de los veteranos de guerra, 649 pins, uno por cada cruz, uno por cada uno de ellos, los cuales no tuvieron la oportunidad de volver para que se los condecorara, aquellos que habían dado su vida para que esa condecoración hoy tuviera sentido.

Nuevamente el marine irrumpió, oponiéndose, me quitó la bolsa de las manos, me dijo que el reglamento prohibía los colores celeste y blanco sobre suelo isleño, a lo que sutilmente le respondí “intente cambiarle los colores al cielo Tte., y dígale a Dios que el reglamento no lo permite”. Se enfureció de tal manera, me insultó con todos los agravios de su pobre vocabulario, pero otra vez, como siempre, salió Libstone en mi defensa, preguntó qué sucedía; él le contó su versión de los hechos, yo sólo me limité a apelar a su lógica, pero por sobre todo a su corazón: “Tte., sepa Ud. que conozco perfectamente el reglamento y que no es mi intención ponerlo en compromisos, pero con una mano en el corazón, dígame: ¿a quién ofendo colocando estos pins en las cruces? Ud. es un hombre de armas, lleva años peleando, y seguramente ha visto morir a muchos de sus camaradas. ¿No es acaso mayor falta de respeto el no permitirle a un caído en combate, a alguien que ha dejado su alma peleando por su patria, tener consigo la bandera por la cual murió?”

Se hizo un gran silencio. Libstone dudaba entre lo que debía hacer y lo que la realidad que yo cruelmente le había mostrado; finalmente asintió, y no sólo eso, sino que fue él quien me ayudó a poner los pins en las cruces, una por una y ante la vista de todos.

Cuando terminamos, volví a la van y bajé un grabador chico que tenían ellos en la base; había llevado un CD de la fanfarria alto Perú, con el himno grabado. Fui directo hacia la cruz que preside el cementerio y puse a sus pies el grabador, y ahí comenzó a sonar esa introducción majestuosa y hasta omnipotente de nuestro Himno Nacional, haciéndose oír con las más hermosa supremacía, frente a todos, chilenos, británicos y cubriendo de gloria todas esas cruces blancas que hasta ese día sólo habían sido acompañadas por la voz del viento y los acordes del silencio de la más absoluta soledad del lugar. Ahí, solo ahí, presté verdadera atención a lo que nuestro Himno decía; cada una de sus palabras parecía justa para cada momento. La emoción me embargó por completo, el llanto casi ni me dejaba cantar, llegada la última estrofa, comprendí que justamente eso fue lo que nunca hicimos, comprender; si por un segundo nos detuviéramos a analizar esas palabras que tantas veces cantamos por inercia, tendríamos la respuesta más noble a la eterna y absurda pregunta popular: ¿Por qué tuvimos que pelear en Malvinas? ¿Intereses políticos? Tal vez. ¿Demagogia militar? Tal vez. Pero la verdadera respuesta estaba ahí: “Sean eternos los laureles que supimos conseguir! Coronados de gloria vivamos… O juremos con gloria morir”, y claro que así fue, murieron con la mayor de las glorias, murieron por su Patria, por su gente, por su bandera, pelearon y murieron en Malvinas por la sencilla razón de ser ARGENTINOS.

Libstone no podía creer lo que veía. De hecho, no lo podía entender, en su mentalidad estricta y su corazón cegado no cabía la idea de que alguien sin relación alguna con esas cruces pudiera llorar hasta el ahogo por esa causa. Se me acercó y con total frialdad intentó consolarme diciéndome: “Don’t cry, it’s just war” (no llores, es sólo una guerra). Lo miré anonadada, y le respondí: “No es sólo una guerra, son personas, como Ud. como yo, con un padre, una madre, una esposa y hasta tal vez hijos, hijos sin la oportunidad de tener a su padre, padres sin la oportunidad de volver a ver a sus hijos y ni siquiera poder tener una tumba donde llevar una flor… ¡Eso es!” Automáticamente bajó la vista, como avergonzado, y no volvió a hablar.

Ya de vuelta en Puerto Argentino, le pedí que me llevara a una capillita a la cual asistían los veteranos durante la guerra para recibir la misa, la única capilla católica del lugar, ya que en su mayoría son todos anglicanos. Libstone me llevó hasta allí. Una vez dentro, vino a recibirnos el Padre William O’Connelly, un sacerdote católico de Irlanda del Sur, de unos 80 años, el mismo que había estado ofreciendo el santo sacramento en aquella oportunidad durante el ‘82. Nos hizo pasar a la sacristía y nos ofreció el típico té inglés earl grey, pero Libstone no aceptó y sólo se limitó a quedarse parado en la puerta observando y escuchando la conversación.

Advertí al Padre que conocía los reglamentos y que no era mi intención causarle problemas, pero que, aun conociendo las prohibiciones, había llevado conmigo una bandera de ceremonia argentina y que mi intención era ofrecer una misa por las almas de los caídos en combate argentinos y que la misma fuera bendecida durante la ceremonia, de este modo sería la única bandera nacional bendecida en suelo malvinense. El Padre aceptó sin vacilar; por el contrario, manifestó estar orgulloso de poder hacerlo y que la bendición de Dios no se le niega a nadie, fuera cual fuera su nacionalidad. Durante la charla empezó a contar todo lo que había vivido en aquel entonces: la capilla era víctima del continuo bombardeo británico, fue prácticamente destruida y se la utilizaba como hospital de campaña improvisado.

“Vi a hombres llorar como chicos y a chicos pelear como hombres, pero por sobre todas las cosas, fui testigo de un valor admirable”, comentó. Libstone, ajeno a la conversación, escuchaba con gran atención. Cuando salimos del lugar, me sugirió la idea de invitar a la población de Puerto Argentino y lo único que atiné a hacer fue a reírme; le dije que, en la mentalidad del isleño, los argentinos eran locos invasores y que nadie iba a querer ir, que era ridículo. Sin embargo insistió, por lo que terminé aceptando su idea y lo dejé a cargo pero sin ninguna esperanza de que eso funcionara.

Al otro día, después de haber recorrido la Gran Malvina y de haberme enterado de que estaba bajo bandera chilena como premio por su gran apoyo a Inglaterra en la guerra, salimos de la base hacia Pto. Argentino para oficiar la misa. Para mi total sorpresa, la capilla estaba llena de gente y en su mayoría habían llevado ofrendas florales. No podía salir de mi asombro ni tampoco podía contener las lágrimas. Libstone se acercó y, orgulloso de su logro, me preguntó: “¿No estás contenta? vino mucha gente”, a lo que le respondí que obviamente estaba feliz por lo que veía, que nunca había pensado que los isleños pudieran algún día llegar a asistir a un homenaje a caídos argentinos, pero que lo que me entristecía era que si eso mismo lo hubiera hecho en cualquier parte del país, la respuesta hubiera sido muy distinta”. Ahí él que no entendió nada, fue él, pero bueno, eso era algo muy difícil de explicar.

La misa se llevó a cabo; la bandera fue bendecida, mientras en el órgano se entonaba el Salve Argentina” con las partituras que yo misma había llevado. Terminada la ceremonia, recibí las ofrendas florales y nos dispusimos a retirarnos a la base. Puse las flores en los brazos de Libstone y le dije que las guardara, que al día siguiente las llevaríamos a San Carlos. Entonces me preguntó por qué habríamos de llevarlas allá. Le dije que quería llevarlas al cementerio inglés. Se quedó mirándome sin saber qué decir y sólo preguntó: “¿por qué vas a llevarles flores a ellos?, mataron a tu gente”. “Y mi gente los mató a ellos”, le contesté. En una guerra se pierden vidas de ambos bandos, pero todos son personas comunes y corrientes, a veces sin saber siquiera la causa por la que se pelea, pero lo más importante es que más allá de cualquier bandera, creencia, religión, ideología política, todos se merecen una flor o un Padre Nuestro”. No me dijo nada; se le llenaron los ojos de lágrimas y, disimulando, me dio un beso en la mano, como quien da las gracias.

Efectivamente, al otro día fuimos a San Carlos a llevar las flores. Cuando terminé de colocarlas, lo tomé de la mano y le sonreí. Él estaba como consternado; cuando lo iba a soltar, me volvió a sujetar la mano, me miró a los ojos y me dijo: “En los 4 meses que llevo aquí, nunca se me ocurrió siquiera pisar este lugar, y vos les trajiste flores. Desde que llegaste, todo lo que creí que sabía a la perfección se me desmoronó; me di cuenta de que no sabia nada… de la vida… no sabía nada. Hice de la guerra mi modo de vida, peleo desde que tenía 12 años, no conozco otra forma de vida que no sea ésta, pero nunca vi el lado humano de la guerra; para mí sólo era un trabajo y para mi pueblo, un nombre más en una placa, si algún día me llego a morir, pero nada más que eso. Nunca supe lo que es pelear por defender mi bandera; yo siempre fui el que atacó, recién con vos aprendí eso. Lo verdaderamente triste es que yo soy consciente de que nunca voy a tener a nadie que llore por mí de la forma en la que vos lo hiciste, ni mucho menos que haga todo lo que vos hiciste aun sin siquiera conocerme; ése es un privilegio que al parecer sólo tienen ustedes. También me di cuenta de lo solitaria que es y va a seguir siendo mi vida, porque yo sé que de acá voy a ir directo a algún otro lugar a pelear y qué clase de vida podría ofrecerle a una mujer o a mis futuros hijos, un padre ausente o en el peor de los casos un padre muerto; no, sería muy egoísta de mi parte tener una familia, yo elegí esto y debo afrontarlo solo”.

¡Me dio tanta pena oír todo eso! Lo vi tan triste, a ese que creía tan profesional e insensible; pero si había algo bien claro, era que ese viaje nos había servido a los dos para ver la vida de una forma muy distinta.

Al día siguiente, Libstone me llevó el desayuno a la habitación; nos habíamos hecho muy buenos amigos. Ahí fue cuando me comunicó que había pronóstico de temporal para el otro día y que, por la probabilidad de que se cerrara el aeropuerto y se me venciera la visa, debía volver un día antes. Esa tarde fuimos a un lugar cercano al camino que unía el antiguo aeropuerto de Mount Pleasant con Puerto Argentino; allí estaban apostadas la mayoría de las unidades argentinas de infantería y artillería de defensa aérea. Los pozos, al igual que todo el resto del lugar, estaban intactos. Frente a esa imagen se encontraba el mar, con esas playas de arenas blancas, esas aguas transparentes y turquesas, paradisíacas, y pingüinos por doquier.

Al lado de uno de ellos, sobre un puentecito roto, me senté a mirar el mar. Era mi despedida del lugar. Libstone me observó algo triste, me pidió permiso para sentarse a mi lado y, como queriendo levantarme el ánimo, me comentó: “Cuando no estoy del todo bien, trato de recordar cosas bonitas o de aferrarme a algo muy mío, de esa manera se me pasa”. Le sonreí, agradecida por su intento de alegrarme un poco, y le respondí que por más que el lugar fuera hermosísimo, a mí se me hacía muy difícil pensar en algo lindo en ese lugar y que no tenía nada mío para aferrarme allí”, a lo que él tomó un puñado de turba con su mano, abrió la mía, puso la turba en mi mano y me hizo cerrarla, diciéndome: “Eso es tuyo, ¿o no es la razón por la que estas acá?” No hicieron falta más palabras; por fin estábamos hablando el mismo idioma.

Se hacía tarde, ya era hora de volver a armar el equipaje para regresar a Buenos Aires, así que emprendimos la vuelta a la base, pero de pronto, algo me detuvo, nunca supe bien qué, pero algo me decía que debía hacer algo antes de irme. De los centenares de pozos que había en el camino, sólo me detuve frente a uno, era ese, no otro. Después de discutir con Libstone, logré que me dejara entrar; buscaba entre el barro no sabía qué, pero buscaba sin parar. Y lo encontré, encontré un casco todo embarrado y, tras un trato con Libstone y su incondicional amabilidad, aun jugándose su carrera, me permitió llevármelo a la base, por supuesto, sin que nadie lo supiera. Nos encerramos en el baño, lavamos el casco y, en su interior, en el endocasco, tenía grabado a cuchillo o vaya Dios a saber con qué elemento punzante, el nombre del soldado al cual había pertenecido y durante 24 años había estado ahí abajo esperando a su dueño inútilmente. Llamé a Buenos Aires. En el casco también figuraba el nombre de su unidad, me dijeron que figuraba en la lista de caídos en combate. El casco llegó a Buenos Aires en abril del 2006, gracias a Libstone.

Ricardo Mario Gurrieri murió a los 19 años de edad, un 25 de mayo al medio día, el día de la Patria, al ser alcanzado por una esquirla de una mina de 500 libras con espoleta a retardo. En sus cartas manifestaba estar orgulloso y feliz de estar allá, defendiendo su tierra, su bandera. La última carta la escribió una hora antes de morir, su post data decía: “Mami, no te preocupes por mí; yo voy a estar bien y te prometo que pase lo que pase, algún día, de algún modo, voy a volver”.

El casco hoy está sobre su cama, en su casa, con su mamá.

Ricardo Gurrieri padre fue veterano de la segunda guerra mundial bajo las órdenes de Rommel. Estuvo como prisionero de guerra en manos británicas, soportó todo tipo de torturas y 5 simulacros de fusilamiento. Cuando la guerra culminó, vino a la Argentina, como tantos otros inmigrantes, en busca de un hogar en paz para poder formar su familia y nunca más tener que pasar por el horror de la guerra. Paradójicamente, el destino quiso que la guerra se llevara a su hijo menor, a manos del mismo enemigo que él burlara 43 años atrás. Escribió un libro contando su historia, llamado “Del África a las Malvinas”. Construyó de su bolsillo el monumento a los caídos en Malvinas de la ciudad de Mar del Plata y una vez inaugurado, falleció.

Tras tres años de burocracia y perseverancia desde el día de mi vuelta de las islas, logré que el gobierno volviera a subvencionar los viajes a Malvinas para los familiares de nuestros héroes, y que el gobierno autónomo de las islas otorgara un permiso especial para que en el año 2007 el rompehielos ARA Almirante Irizar pudiera ingresar al territorio marítimo isleño para poder retirar de Puerto Argentino muchos de los resabios de guerra que allí se encuentran, con el objeto de repatriarlos y que fueran expuestos en Buenos Aires, pero tal logro fue tomado con total y absoluta indiferencia por el Almirante Godoy, Jefe de Estado Mayor de la Armada, quien se negó a dar la orden al rompehielos para que se desviara a las islas Malvinas durante su vuelta de la campaña Antártica.

Hoy, ya cumplida mi misión de poder ayudar a los familiares de los caídos en la gesta para que pudieran viajar a visitar sus tumbas, sólo me resta seguir difundiendo la verdad sobre nuestra historia, y que esta parte tan importante de nuestra historia contemporánea no siga siendo pisoteada por ideologías erradas, que no sólo no son constructivas para la Nación sino que hacen de un acto netamente heroico y necesario un hecho aberrante, el cual, en vez de inspirar orgullo, sólo inspira lástima y siembra rencores. Malvinas no fue una locura que se le ocurrió una noche a un loco borracho. Malvinas fue, es y será siempre una causa justa, la cual fue defendida de la manera más extraordinaria y admirable; decir lo contrario es faltarle el respeto a las 649 almas que quedaron allí en pos de esa causa justa.

Un pueblo sin memoria está condenado a repetir su misma historia, y si esa memoria no está completa o está tergiversada; entonces ese pueblo sólo va a generar herederos del odio, generación tras generación.

Verónica Sheehan


Texto leído por María de los Ángeles Marechal en un Taller Literario


Publicado por Eduardo Linares Dahl

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