jueves, 21 de marzo de 2013

Los hogares que formamos




Pueden ser nidos acogedores. Es aquel hogar del cual el hijo no se va nunca aunque sea adulto, pero eso no molesta a los padres.

Hay nidos atestados. Es el hogar del que el hijo no se va y los padres están incómodos.

Existen también los vuelos fatales. Es aquel hijo adulto que se va, fracasa en su vida y no regresa.

A éstas situaciones debemos agregarle una deseable: es en la que el nido funcionó perfectamente como tal: los hijos se van y vuelan con autonomía hacia sus propios objetivos. Han recibido en el nido lo que necesitaban para crecer y desarrollar sus recursos, surcan sus cielos y construyen sus nidos propios.

Es el momento oportuno para que padres e hijos recreen el vínculo, de actualizarlo trayéndolo al presente, ya que no es la relación entre aquellos niños pequeños y frágiles y los padres protectores. Ahora es el lazo entre adultos. Serán siempre padres e hijos, pero que podrán celebrar lo que transitaron y construyeron juntos.

Cuando los hijos se van en esas condiciones no hay pérdida. Ellos ganaron aquello para lo que se los preparó: su libertad, su capacidad de elegir y hacerse responsables de sus vidas.

Nosotros, padres, ganamos la paz espiritual de saber que la misión está cumplida: acompañar a una vida guiándola hacia su autonomía. Criamos a nuestros hijos, no para retenerlos, sino para soltarlos.

Nuestra tarea ha sido bien cumplida cuando dejan de necesitarnos y cuando nuestros encuentros son festejos del amor y no renovación de pactos de dependencia (ellos de nosotros porque no maduraron, nosotros de ellos, porque olvidamos que aún siendo padres tenemos itinerarios propios para explorar en nuestras vidas).

Los nidos no vienen hechos. Los construímos.

1 comentario:

Héctor dijo...

Es laborioso pero hay que intentarlo; Juan XXIII decía: más fácil es para un padre tener hijos, que para los hijos tener un padre que sepa serlo.